Misioneros famosos.

JUAN WESLEY

(17 de junio de 1703 - 2 de marzo de 1791)


Wesley
Juan Wesley
Juan Wesley nació el 17 de junio de 1703, en el hogar de un ministro, y siendo el decimoquinto hijo. No solamente su padre era ministro, sino que también lo habían sido su abuelo y su bisabuelo.
Todos los hijos de la familia Wesley eran de muy buenos modales, y muy educados, a pesar de ser sumamente pobres. La madre de familia era también la maestra. Les enseñaba las materias escolares, a la vez que les impartía una educación cristiana excelente. Cada una de las hijas aprendió el griego, el latín y el francés, así como lo necesario para los quehaceres domésticos. Los niños fueron enseñados a ser amables unos a otros, así como con los sirvientes y vecinos: algo muy raro en aquellos días.

A pesar de que Susana de Wesley fue una madre muy ocupada, se hizo el propósito de dedicar un tiempo especial para cada hijo, cuando éste cumplía los cinco años, con el fin de enseñarle el alfabeto. En cada caso, tuvo éxito.

Un día cuando Juan tenía sólo seis años, la vieja casa pastoral se incendió. Mientras la casa ardía, toda la familia escapó, excepto el pequeño Juan. Su padre estaba a punto de volver a entrar corriendo otra vez, para buscar a su hijito, cuando pareció que la casa entera estaba a punto de desplomarse. Durante todo lo ocurrido Juan había continuado durmiendo, ajeno a lo que acontecía. Pero cuando la casa se derrumbó, el estrépito lo despertó y le hizo corre hacia la ventana. No había ninguna escalera a la mano, de modo que uno de los vecinos se subió a los hombros de otro, y de esta manera lograron rescatar al niño, justo en el momento en que el techo se venía abajo. Esta experiencia quedó profundamente grabada en la memoria de Juan Wesley. Sentía que Dios le había salvado la vida con algún propósito especial.

La Sra. de Wesley procuraba dedicar algún tiempo a cada uno de sus hijos, cada semana. También halló tiempo, o más bien dicho, hizo el esfuerzo para hallar tiempo, para hablarles a cada uno de ellos acerca de Dios, y de cómo orar y de cómo agradar al Señor. Jueves por la tarde era el tiempo dedicado a Juanito. Esto hizo en él una honda impresión. Se acordaría de ello un cuando se fue a la universidad de Oxford par estudiar. A menudo le escribía a su madre, y le recordaba que pensara en él los jueves por la tarde.

Cuando Juan tenía diez años, su padre lo llevó al Colegio de Charterhouse, en Londres. Allí recibió una excelente educación; una de las mejores que se podían obtener en cualquier parte, en aquellos días. Estudió lenguas clásicas, matemáticas y ciencias.

Al graduarse en Charterhouse, a los diecisiete años, ingresó a la universidad de Oxford. Por primera vez, en su vida, nadie lo mandaba; ahora era su propio patrón. A pesar de estar rodeado de otros estudiantes que tomaban licor, que jugaban al azar y llevaban una vida de inmoralidad, Juan demostró que la instrucción cristiana recibida en el hogar no había sido en vano; así que llevó una vida buena y limpia.

Wesley hizo muchos amigos durante su estadía en la universidad. Tenía un ingenioso sentido del humor, y una excepcional habilidad para escribir poemas. Era el que ponía la chispa en cualquier reunión social, y era siempre bienvenido en los hogares de sus compañeros de estudio que vivían en las aldeas cercanas.

Siguiendo las pisadas de su bisabuelo, de su abuelo y de su padre, aun Wesley decidió hacerse ministro. Predicó su primer sermón en una pequeña iglesia en la aldea de South Leigh.
Después de obtener su bachillerato, y después de pasar algún tiempo ayudando a su padre en Lincolnshire, Wesley fue elegido para el cargo de Compañero de la universidad de Lincoln. Compañero era el nombre dado a un dignatario de alto rango, y Wesley desempeño tal cargo con honor para sí mismo, y para la universidad, durante veinticinco años.

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Fue en aquel tiempo que Juan Wesley comenzó a desarrollarse como predicador anglicano, creyendo en todas las formalidades y ceremonias de la iglesia oficial de Inglaterra, y también en disciplina severa. Se levantaba a las cuatro de la mañana, ayunaba con regularidad, trabajaba duro y sin descanso, y demandaba de su fuerte cuerpo un esfuerzo casi hasta el límite del colapso. Visitaba a los presos en las cárceles, que eran lugares terribles en aquellos días; y procuraba suavizar todo lo posible la vida de los prisioneros por donde quiera que iba. También enseñaba a los niños que no tenían que los cuidara. A pesar de toda esta incesante e incansable actividad religiosa, y aunque predicaba sermones preparados con esmero, no podía dejar de sentir que su vida era estéril. No atraía a multitudes. No influía en ninguna vida ajena. No despertaba ninguna conciencia. No hacía arder a ningún corazón.

Pasado algún tiempo Carlos, el hermano menor de Wesley, ingresó a la universidad de Oxford, y con algunos otros de los estudiantes más serios, formaron un grupo, al que algunos apodaron “el club santo”. Se reunían para orar, par estudiar la Biblia, y comentar sobre lo que habían leído y meditado. Eran muy metódicos en su asistencia a los servicios de comunión, y como resultado de sus prácticas tan ordenadas, sus compañeros comenzaron a llamarles los “metodistas”.

En octubre de 1735, Juan Wesley y su hermano Carlos viajaron a América. Juan iba a servir como capellán en la ciudad de Savannah, en la colonia de Georgia, en tanto que Carlos iba a desempeñar el cargo de secretario del fundador y gobernador de la colonia, el general Oglethorpe. Juan hizo planes para celebrar servicios, visitó cada hogar, y estableció una escuela para los hijos de los colonos. Trató de enseñar a los indígenas, para éstos no aceptaron en nada sus esfuerzos. Se mantenía sumamente ocupado, pero no era de ningún modo popular. Todo el tiempo, en el fondo de su alma, estaba buscando una verdadera fe en Dios.

Entretanto, Carlos Wesley se las había ingeniado para enredarse en una sería disputa con el gobernador, y como resultado, regresó a Inglaterra. Después de haber estado en Georgia menos de dos años. Juan siguió a su hermano, regresando también a Inglaterra. La aventura de Georgia, iniciada con tan doradas esperanzas, se había tornado en un amargo fracaso.

Tanto Juan como Carlos Wesley había hecho ya su profesión de fe en Cristo, pero ni el uno ni el otro sentían que estaban consagrado de lleno al Señor. Una y otra vez Juan leía la historia de la conversión de Pablo, y oraba pidiendo obtener él también una luz deslumbrante, y una creencia segura de haber sido aceptado como un siervo de Cristo, su Salvador. Esta ansiedad fue la que los condujo a emprender su búsqueda espiritual, y eso les trajo una seguridad completa de su fe en Cristo.

Desde aquel día en adelante, todo cambió para Juan Wesley. Quería, sobre todo, compartir su experiencia de conversión con otras personas que parecían no tener el verdadero gozo en el Señor. Trató, en seguida, de predicar en algunas de las iglesias establecidas de Inglaterra. La gente acudió en multitudes para escucharle. El mensaje que predicaba era tan sencillo, tan directo y tan convincente, que tanto hombres como mujeres, sintiendo la carga de una vida pecaminosa, clamaban arrepentidos perdón a Dios.

Sin embargo, otros clérigos no aceptaban su mensaje. Pronto halló que le sería necesario conseguirse un sitio propio para poder predicar, al aire libre. Así lo hizo, y centenares de personas siguieron reuniéndose para oír los mensajes de Juan Wesley.

Entonces empezó su ministerio, a caballo; viajando de arriba abajo por las carreteras de Inglaterra, par predicar a la gente el evangelio de Cristo. Era valiente y osado. Predicaba en cualquier edificio, grande o pequeño, que se pudiera conseguir. Cuando no había ninguno disponible, predicaba al aire libre, en cualquier lugar en donde se podía reunir la gente. Siempre estaba dispuesto a predicar, aunque lo escuchara solamente una persona. Cuando viajaba solo, dejaba suelta las riendas del caballo, con el fin de poder leer. De esta manera se mantenía al día en cuanto al estudio, y componía sus numerosos sermones.

En vista de que no se le permitía predicar en las iglesias establecidas de las parroquias, Wesley decidió edificar capillas y lugares de predicación en los distintos lugares que visitaba. Habiendo diseñado estos edificios de modo que sirvieran no sólo como iglesias, sino también como escuelas, le fue posible ayudar también a muchos niños abandonados y desprovistos de instrucción. En algunas de esas capillas también construyó algunas habitaciones, en donde podían alojarse los evangelistas ambulantes, que no tenían en donde pasar la noche. Además, había un establo para un par de caballos.

Por dondequiera que iba, y a veces miles, de personas se reunían para escucharle predicar. Juan Wesley se dio cuenta de que no le sería posible continuar haciendo tan magna obra solo, así que empezó a valerse de la ayuda de algunos predicadores laicos. Estos hombres predicaban los domingos, y seguían trabajando en sus empleos acostumbrados durante la semana. Se les pagaba poco, vestían pobremente, les faltaba instrucción, y carecían de buen alojamiento: sin embargo, tenían intrepidez de héroes. Recorrían grandes distancias, principalmente a caballo, pero a veces a pie. Enfrentaban amarga persecución. A menudo las autoridades los reprendían, y a veces los encarcelaban.
Wesley tenía un interés particular en la niñez y en la juventud, y muchas veces, al entrar en algún pueblo, los visitaba antes de comenzar sus reuniones. Nunca se cansaban de decirles a ellos, así como también a los adultos, que lo que debían hacer era “creer, amar y obedecer.” Debido a que su interés en la juventud, más tarde pudo proveerles hogares, escuelas y reuniones juveniles en las iglesias.

Había poco ricos en Inglaterra. Mucha gente vivía bien, pero gran parte de la población carecía de empleo, o no recibía el sueldo merecido; así que la mayoría era sumamente pobre. Vivían en casas insalubres, y los hijos no tenían ni comida ni ropa suficiente, y, por lo general, carecían de instrucción. Juan Wesley nunca se tapó los oídos, ni se hizo de la vista gorda, en cuanto a las necesidades de los que tenían menos que él. Vivía con frugalidad, con el fin de tener algo para dar a los menesterosos.

Al crecer la obra, Wesley hizo arreglos para que otras personas se encargaran de las actividades en beneficio de la gente necesitada. Estableció orfanatos, en donde se educaba y se cuidaba a los niños. Logro hallar posada para algunas señoras ancianas, e hizo arreglos para que se les cuidara. Fundo un dispensario médico, y aun distribuyó personalmente la medicinas. Los metodistas más prósperos contribuían con donativos de dineros, ropa, comida y leña; lo cual era llevado a los hogares de la gente enferma o pobre.
El ministerio de Wesley no se limitó a Inglaterra. También viajó a Irlanda, a los Estados Unidos, a Canadá y a las Antillas. En todas partes grandes multitudes llegaban para escucharle.

Dándose cuenta el gran valor de la literatura, y siendo un erudito él mismo, Juan Wesley escribió casi cuatrocientos libros y folletos, sobre diversos temas; tales como teología, historia, lógica, ciencia, medicina y música. Escribió muchos libros devocionales, los cuales distribuía entre la gente que encontraba. Estos fueron publicados en ediciones baratas, de modo que la gente tuviera la oportunidad de comprarlos. Esta obra creció tan rápidamente, que Wesley finalmente estableció su propia casa publicadora. En ella también fueron impresos centenares de himnos, muchos de los cuales habían sido compuesto por su hermano Carlos.

El 2 de marzo de 1791, a la edad de ochenta y ocho años, Juan Wesley acabó su carrera. No obstante, lo que él empezó ha seguido adelante por medio de la Iglesia Metodista, durante más de doscientos años. Dios bendijo la vida y el ministerio de este hombre consagrado, quien tenía un solo deseo, el cual es, el de predicar el evangelio de Cristo, instándole a la gente a creer, amar y obedecer.





Adoniram Judson

  (9 de agosto de 1788-12 de abril de 1850.)


Adoniram Judson nació en un hogar cristiano, en 1778, en Massachussets, Estados Unidos. Su padre era pastor congregacional. De niño fue muy precoz; cuando tenía apenas 3 años se plantó frente a su padre y le leyó un capítulo entero de la Biblia. A los diez años, ya sabía griego y latín. Su padre lo mandó a los mejores colegios de Nueva Inglaterra, y finalmente a la Universidad de Brown, de donde egresó como el mejor alumno de su promoción.



Días de incredulidad y fe

Allí en la universidad trabó amistad con Jacob Eames, un ateo. Influido por él Adoniram llegó a negar la existencia de Dios. La fe llegó a ser para él un asunto del pasado. Sin embargo, ocultó esto a sus padres hasta su cumpleaños 20, cuando rompió sus corazones con el anuncio de que no tenía fe y que pensaba irse a Nueva York y aprender a escribir para el teatro.
Pero aquella no resultó ser la vida de sus sueños. Se asoció con algunos jugadores vagabundos y, como él dijo después, vivió «una vida temeraria, errabunda, encontrando alojamiento donde podía, y burlando al propietario si hallaba la ocasión». Ese disgusto con lo que él encontró allí fue el principio de varias notables providencias.
Él fue a visitar a su tío Efraín en Sheffield, pero encontró allí, en cambio a «un joven piadoso» que lo desconcertó con la firmeza de sus convicciones cristianas sin ser «austero y dictatorial». Fue extraño que él encontrara allí a este joven en lugar de su tío.
Una noche se hospedó en la posada de un pueblito donde nunca había estado antes. La única habitación disponible estaba al lado de la de un joven que estaba muy enfermo, a punto de morir. Esa noche Adoniram no pudo dormir, escuchando los lamentos y quejas del enfermo. A la mañana siguiente, al preguntar por la salud del joven, le informaron que había muerto al amanecer. Su nombre era Jacob Eames.
El corazón de Adoniram dio un vuelco. La primera cosa que se le vino a la mente fue: «Él no creía en Dios; él no era salvo; él está en el infierno». Sin darse cuenta cómo, se encontró viajando de regreso a su casa. Desde entonces todas sus dudas acerca de Dios y de la Biblia se desvanecieron. No pasó mucho tiempo después que él mismo se volvió a Dios, dedicándole su vida entera.


Consagración a la obra misionera


Por esa época cayeron a sus manos libros de misioneros que sirvieron a Dios en la India. Sintió una voz interior que le inquietaba respecto de ese país. Él se mantuvo durante un tiempo esperando la confirmación, hasta que un día ésta vino mientras caminaba en un bosque: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio». Fue tan claro como si alguien le hubiera hablado. Ese día de febrero de 1810, Adoniram consagró su vida a la salvación del Oriente.
Judson y otros cuatro amigos se reunieron bajo un montón de heno para orar, y allí solemnemente dedicaron su vida a Dios para llevar el evangelio «hasta lo último de la tierra». No había ninguna junta de misiones que los enviara. Sin embargo, Dios bendijo la dedicación de los jóvenes, tocando el corazón de los creyentes para que proveyeran el dinero para tal empresa.
A Judson se le ofreció en ese mismo tiempo un puesto en el cuerpo docente de la Universidad de Brown, invitación que él rechazó. Luego, sus padres le instaron a que aceptase hacerse pastor asociado con el Dr. Griffin en la iglesia de la calle Park, que era en ese entonces «la iglesia más grande de Boston». Pero él también lo rechazó.
Y cuando su madre y hermana, con muchas lágrimas, le recordaban los peligros de una tierra pagana, contrastándolos con las comodidades del campo doméstico, volvió a verificarse la antigua escena del libro de los Hechos. «¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón?, porque yo no sólo estoy presto a ser atado; más aún: a morir en la India por el nombre del Señor Jesús» (Hechos 21:12-13).
«Ataría a mi hija a una casilla postal antes que dejar que se case con ese misionero», decía toda la ciudad acerca de Adoniram cuando él estaba buscando una esposa. Nunca antes una mujer norteamericana había ido a la India como misionera. Adoniram puso sus ojos en una joven llamada Ann Hasseltine, hija de un diácono.
De muy joven, Ann era sumamente vanidosa, tanto, que las personas que la conocían, temían que un castigo repentino de Dios cayese sobre ella. A la edad de dieciséis años tuvo su primera experiencia con Cristo. Cierto domingo, mientras se preparaba para el culto, quedó profundamente impresionada por estas palabras: «Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta». Su vida fue repentinamente transformada. Desde entonces, todo el ardor que había demostrado en la vida mundana, ahora lo sentía en la obra de Cristo. Por algunos años antes de aceptar el llamado para ser misionera, trabajó como profesora y se esforzaba por ganar a sus alumnos para Cristo.
Seis meses antes de salir para India, Judson escribió una carta al padre de ella, pidiéndole su hija. En parte de la carta decía: «Deseo preguntarle si usted puede consentirme partir con su hija la próxima primavera, para no verla nunca más en este mundo; si usted aprueba su ida y su sometimiento a las penalidades y sufrimientos de la vida misionera; si usted puede consentir en su exposición a los peligros del océano, a la influencia fatal del clima del sur de India; a todo tipo de necesidad y dolor; a la degradación, a los insultos, a la persecución, y quizás a una muerte violenta. ¿Puede consentir usted en todo esto, por causa de Aquel que abandonó su morada celestial, y murió por ella y por usted; por causa de las perdidas almas inmortales; por causa de Sion, y la gloria de Dios? ¿Puede usted consentir en todo esto, en la esperanza de encontrarse pronto a su hija en la gloria, con la corona de justicia, gozosa con las aclamaciones de alabanza que tributarán a su Salvador los paganos salvados –por su intermedio– del infortunio y la eterna desesperación?».
Increíblemente, el padre dijo que ella debía decidir por sí misma. Ella escribió a su amiga Lydia Kimball: «Me siento deseosa y expectante, si nada en la Providencia lo impide, pasar mis días en este mundo en las tierras de los paganos. Sí, Lydia, tengo la determinación de dejar todas mis comodidades y goces aquí, sacrificar mi afecto a los parientes y amigos, e ir donde Dios, en su Providencia, tenga un lugar para establecerme». Ado-niram y Ann se casaron.
Se embarcaron con rumbo a la India en 1812. Su travesía duró cuatro meses. Llegaron a Calcuta en el verano de 1812, llenos de entusiasmo, para predicar el evangelio. Pero recibieron órdenes perentorias del gobierno británico de que dejaran el país inmediatamente y volvieran a América.
Triste de corazón, la pequeña compañía volvió a la Isla de Francia, admirada de que le fuese tan violentamente cerrada la puerta que le había parecido tan grande y eficaz. Pero con una determinación invencible, volvieron a la India, llegando a Madras en junio del año siguiente. De nuevo fracasó su propósito y de nuevo les fue ordenado que se fuesen del país. Ellos decidieron irse a Rangún, Birmania. William Carey, el gran misionero que a la sazón vivía en la India, les advirtió que no fuesen allí, pues era un país cerrado, con un despotismo anárquico, rebelión constante e intolerancia religiosa. Además, estaba el triste récord de que todos los misioneros anteriores habían muerto. Sin embargo, nada de eso hizo cambiar de opinión a Adoniram Judson.
Mientras Adoniram y Ann finalmente se establecían en su hogar en el campo misionero de Birmania, ellos se dieron cuenta que debían de aprender el idioma. En todo lugar en el cual estuvieran, en mercados, en la calle, ellos podían escuchar una lengua extraña. Con sólo escuchar uno podía desanimarse, pero los Judson determinaron que iban a aprender el idioma. Su misión era ganarles a ellos para Cristo – ¿cómo podrían hacerlo si ellos no podrían ni siquiera llevarles el mensaje de salvación? No había diccionarios, ni libros que pudiesen ayudar.
Adoniram se propuso entonces aprender el idioma y la única forma que conoció era balbuceando y señalando, como cuando un niño recién empieza a hablar. Adoniram encontró a un hombre a quien le pagaba para que les enseñase el idioma – es decir, sentarse y hablar con ellos todo el día. Finalmente decidieron preparar su propio diccionario y gramática.

Sufrimientos en la cárcel


Mientras el país comenzaba a alborotarse a causa del gobierno, los Judson comenzaron a temer por sus vidas y su misión, la cual estaba empezando a crecer. La armada británica le había declarado la guerra a Birmania y una guerra iba a empezar. Un día, mientras Judson trabajaba en la traducción de la Biblia al birmano, dos policías llegaron a la casa. Ellos habían visto a Adoniram entrar a un banco británico por la mañana y asumieron que él era un espía inglés. Mientras el abría la puerta, uno de los hombres dijo: «Moung Judson, usted es llamado por el Rey». Esto significaba sólo una cosa – Arresto.
En la compañía de soldados había un hombre con la cara llena de manchas, lo cual significaba que él era un verdugo. El verdugo cogió el brazo de Adoniram y a la fuerza lo puso en el suelo. Ann gritó, agarrando el brazo del hombre. «¡Pare! Le daré dinero». Pero ellos se llevaron a Adoniram y lo pusieron en la cárcel. El 8 de junio de 1824, Adoniram fue puesto en la cárcel en Ava, acusado por un crimen que nunca cometió.
El piso estaba lleno de animales podridos, suciedad humana, y saliva de mil o más prisioneros. No habían ventanas – ¡la temperatura estaba sobre los 37º Celsius todos los días! Al ver a los otros prisioneros que eran arrastrados afuera para morir a manos del verdugo, Judson solía decir: «Cada día muero». Las cinco cadenas de hierro pesaban tanto, que llevó las marcas de los grilletes en su cuerpo hasta la muerte.
Él estaba muy preocupado por su preciosa esposa. ¿Qué habían hecho con ella? Él le oró para que de alguna manera la cuidara de algún tipo de daño. A veces Dios nos pone en un lugar donde lo único que podemos hacer es confiar en él. Esto es todo lo que Adoniram podría hacer ahora; su esperanza tenía que estar ahora en el Señor.
Adoniram no tenían ninguna razón para preocuparse por su esposa. El Señor la estaba cuidando, pues Ann había sido puesta bajo vigilancia militar las 24 horas del día.
Un día, Ann le trajo como regalo una almohada. Adoniram sonrió y tocó la almohada: «Ann, querida, ¿no pudiste haber encontrado algo más suave?». Ella sonrió pícaramente, y le hizo un gesto para que guardara silencio. Luego empezaron a hablar de otras cosas. Cuando Adoniram inspeccionó después la almohada, encontró muchas hojas con su traducción de la Biblia al birmano, a la cual había estado dedicando poco antes de ser arrestado.
No importaba qué hiciera o dónde estuviera en su celda, Judson no se separaba de su almohada. Pero muchas veces se le obligaba a salir para trabajar afuera. En una de esas oportunidades, el guardián que estaba de turno, lanzó afuera la almohada sucia y andrajosa. En el momento en que la arrojó fuera de los terrenos de la cárcel, pasó por allí un ex alumno de Judson, un joven llamado Moung Ing, quien, al ver la almohada, la reconoció. Rápidamente la recogió y la llevó a su casa.
Más tarde, cuando Judson regresó a su celda, descubrió que la almohada había desaparecido. Al cabo de muchos meses, el 4 de noviembre de 1825, Judson fue puesto en libertad. Las autoridades del gobierno birmano le permitieron volver a su hogar y continuar sus labores como misionero. Sin embargo, la alegría de la noticia era opacada por la tristeza de haber perdido el trabajo de tanto tiempo.
Entonces alguien vino a visitar a Judson. Era su ex alumno, Moung Ing, y bajo el brazo traía la almohada por tanto tiempo perdida. Judson tomó la almohada, abrió una de sus costuras, y la sacudió. De allí salieron páginas y páginas de la Biblia que él había traducido al idioma birmano mientras estaba en la cárcel. «Dios pareció indicarme que la almohada era el escondite más seguro para guardar mi trabajo –dijo Judson– . Y lo ha sido. Dios lo ha guardado y me lo ha devuelto».
Pérdidas irreparables
Poco después, Adoniram tuvo que viajar y dejar a su esposa por tres meses. En su viaje él recibió un telegrama, que decía: «Mi querido Señor: Tengo el desagrado de darle estas malas noticias, pero su esposa, la señora Judson, ¡no está más!». Regresó inmediatamente a su devastada casa. Esta vez no fue Ann quien salió a recibirle con un beso, sino una mujer birmana, muy triste, que sostenía en sus brazos a su pequeña hija María. La niña lloriqueaba, sin reconocer a su padre. Más tarde, él visitó la tumba de su esposa, ubicada bajo un árbol que él llamó «Árbol de la esperanza». Seis meses después de la muerte de Ann, María también murió, al igual que los dos hijos anteriores. Por esos mismos días se enteró de que su padre había muerto ocho meses antes.
Los efectos psicológicos de esas pérdidas fueron devastadores. La duda acerca de sí mismo llenó a su mente, y se preguntó si había llegado a hacerse misionero por ambición y fama, no por humildad y amor abnegado. Empezó a leer los místicos católicos, Madame Guyon, Fénelon, Tomás de Kempis, etc., y buscó la soledad. Dejó de lado su trabajo de traducción del Antiguo Testamento, el amor de su vida, y se retrajo cada vez más de las personas y de «todo aquello que pudiera incrementar su orgullo o pudiese promover su placer».
Se negó a comer fuera de la misión. Destruyó todas sus cartas de recomendación. Renunció al título honorario de Doctor en Teología que le había dado la Universidad de Brown en 1823. Entregó toda su riqueza privada (aproximadamente $ 6.000) a una organización cristiana. Solicitó que su sueldo fuese reducido a una cuarta parte y se comprometió a dar más a las misiones. En octubre de 1828 construyó una choza en la selva a cierta distancia de la casa de la misión Moulmein y se instaló allí el 24 de octubre de 1828, en el segundo aniversario de la muerte de Ann, para vivir en total aislamiento.
Él escribió en una carta al hogar de los parientes de Ann: «Mis lágrimas fluyen al mismo tiempo sobre la desamparada tumba de mi amada y sobre el aborrecible sepulcro de mi propio corazón». Tenía una tumba excavada al lado de la choza y se sentaba junto a ella contemplando las fases de la disolución del cuerpo. Él pidió que todas sus cartas en Nueva Inglaterra fueran destruidas. Se retiró durante cuarenta días solo, en la selva infestada de tigres, y escribió en una carta que sentía una absoluta desolación espiritual. «Dios es para mí el Gran Desconocido. Yo creo en él, pero no lo encuentro».
Su hermano, Elnathan, murió el 8 de mayo de 1829 a la edad de 35 años. Irónicamente, este fue el punto de retorno a la recuperación de Judson, porque él tenía razón para creer que su hermano, a quien había dejado en la incredulidad 17 años antes, había muerto en la fe. En el transcurso de 1830 Adoniram se fue recuperando de su oscuridad.
Sin duda, lo que sostuvo a Ado-niram Judson en todo este tiempo de oscuridad fue la sólida confianza en soberanía y bondad de Dios. Que todas las cosas que vienen de su mano obran para nuestro bien – aunque sean incomprensiblemente dolorosas en el momento presente. Esta confianza en la bondad y providencia de Dios le había sido enseñada por su padre – que es lo que creyó y vivió. Y también por lo que la Palabra de Dios –la cual él amaba profundamente– le había enseñado.
Cierta vez un maestro budista dijo que él no podía creer que Cristo sufrió la muerte de la cruz porque ningún rey permitiría tal indignidad a su hijo. Judson respondió: «Es evidente que usted no es un discípulo de Cristo. Un verdadero discípulo no inquiere si un hecho está de acuerdo a su propio razonamiento, sino si está en el Libro; su orgullo ha dado paso al testimonio divino. Mire, el orgullo suyo todavía no ha sido quebrantado. Renuncie a él y dé lugar a la palabra de Dios».


Días de fructificación
Seis años después de su arribo a Birmania, bautizaron a su primer convertido, Maung Nau. La siembra fue larga y dura. La siega aún más, durante años. Pero en 1831 había un nuevo espíritu en la tierra. Judson escribió: «La búsqueda de Dios se está extendiendo por todas partes, a lo largo y ancho del territorio. Hemos distribuido casi 10.000 tratados, dándolos sólo a aquellos que preguntan. Muchos han venido a pedir consejo. Algunos han viajado dos o tres meses, de las fronteras de Siam y China, para decirnos: ‘Señor, hemos oído que hay un infierno eterno, y tenemos miedo de él. Dénos un escrito que nos diga cómo escapar de él’. Otros, de las fronteras de Kathay: ‘Señor, nosotros hemos visto un tratado que habla sobre un Dios eterno. ¿Es quien regala tales escritos? En ese caso, le rogamos nos dé uno, porque queremos saber la verdad antes de que muramos’. Otros, del interior del país, donde el nombre de Jesucristo es un poco conocido: ‘¿Es usted el hombre de Jesucristo? Dénos un escrito que nos hable sobre Jesucristo’».
Durante los seis largos años que siguieron a la muerte de Ann, trabajó solo, hasta que finalmente se casó con Sarah, la viuda de otro misionero. La nueva esposa, que gozaba los frutos de los incesantes esfuerzos que había realizado en Birmania, se mostró tan solícita y cariñosa como Ann.
Judson perseveró durante veinte años para completar la mayor contribución que se podía hacer a Birmania: la traducción de la Biblia entera a la propia lengua del pueblo. En poco tiempo, esa Biblia fue distribuida en toda Birmania. Hoy, muchos años después, todavía se usa esa misma traducción. Y los birmanos la llaman con mucha propiedad la «Biblia Almohada».


De vuelta en su tierra

Después de trabajar con tesón en el campo extranjero durante treinta y dos años, y para salvar la vida de Sarah, se embarcó con ella y tres de los hijos de regreso a América, su tierra natal. No obstante, en vez de mejorar de la enfermedad que sufría, ella murió durante el viaje. Fue sepultada en Santa Helena.
Así llegó Judson a su tierra: solo y enlutado. Quien durante tantos años había estado ausente de su tierra, se sentía ahora desconcertado por el recibimiento que le daban en las ciudades de su país. Se sorprendió al comprobar que todas las casas se abrían para recibirlo. Grandes multitudes venían para oírlo predicar.
Sin embargo, después de haber pasado treinta y dos años en Birmania, se sentía como extranjero en su propia tierra, y no quería levantarse para hablar en público en su lengua materna. Además, sufría de los pulmones y era necesario que otro repitiese al auditorio lo que él apenas podía decir balbuceando.
Judson sólo tenía una pasión: volver y dar su vida por Birmania. Su estancia en los Estados Unidos fue breve. Duró el tiempo suficiente para dejar a sus hijos establecidos y encontrar un barco de retorno. Todo lo que quedaba de la vida que él había conocido en Nueva Inglaterra era su hermana. Ella había mantenido su cuarto exactamente como había sido 33 años antes y haría lo mismo hasta el día en que ella murió.
Para asombro de todos, Judson se enamoró por tercera vez, esta vez de Emily Chubbuck, con quien se casó el 2 de junio de 1846. Ella tenía 29 años; él 57. Ella era una escritora famosa y había dejado su fama y su carrera para ir con Judson a Birmania. Llegaron en noviembre de 1846. Y Dios les dio cuatro de los años más felices que cada uno de ellos había conocido.


Los últimos destellos del otoño


En su primer aniversario, 2 de junio de 1847, ella escribió: «Ha sido lejos el año más feliz de mi vida; y, lo que aún es a mis ojos más importante, mi marido dice que ha sido el más feliz de su vida. Yo nunca he visto otro hombre que pudiese hablar tan bien, día tras día, sobre cualquier tema, religioso, literario, científico, político, y – sobre bebés».
Ellos tenían un hijo, pero entonces los viejos males atacaron a Adoniram por última vez. La única esperanza era enviar al enfermo en un viaje. El 3 de abril de 1850 lo llevaron al Aristide Marie que zarpaba hacia la Isla de Francia, con un amigo, Thomas Ranney, para cuidarlo. En su miseria él era despertado de vez en cuando por un dolor tan terrible que acababa vomitando. Una de sus últimas frases fue: «¡Cuán pocos hay que mueren tan duramente!».
Pasadas las 4 de la tarde del viernes 12 de abril de 1850, Adoniram Judson murió en el mar, lejos de toda su familia y de la iglesia birmana. Fue sepultado en el mar. «La tripulación se reunió en silencio. No hubo ninguna oración. El capitán dio la orden. El ataúd resbaló a través de un tablón hasta las aguas, a sólo unos cientos de millas al oeste de las montañas de Birmania. El Aristide Marie prosiguió su ruta hacia la Isla de Francia».
Diez días más tarde, Emily dio a luz a su segundo hijo, que murió al nacer. Ella supo cuatro meses después que su marido estaba muerto. Volvió a Nueva Inglaterra y murió de tuberculosis tres años más tarde, a la edad de 37 años.


La plenitud del hombre en Cristo


Adoniram Judson acostumbraba pasar mucho tiempo orando de madrugada y de noche. Él disfrutaba mucho de la comunión con Dios mientras caminaba de un lado a otro. Sus hijos, al oír sus pasos firmes y resueltos dentro del cuarto, sabían que su padre estaba elevando sus plegarias al trono de la gracia. Su consejo era: «Planifica tus asuntos, si te es posible, de manera que puedas pasar de dos a tres horas, todos los días, no solamente adorando a Dios, sino orando en secreto».
Emily cuenta que, durante su última enfermedad, ella le leyó la noticia de cierto periódico, referente a la conversión de algunos judíos en Palestina, justamente donde Judson había querido ir a trabajar antes de ir a Birmania. Esos judíos, después de leer la historia de los sufrimientos de Judson en la prisión de Ava, se sintieron inspirados a pedir también un misionero, y así fue como se inició una gran obra entre ellos.
Al oír esto, los ojos de Judson se llenaron de lágrimas. Con el semblante solemne y la gloria de los cielos estampada en su rostro, tomó la mano de su esposa, y le dijo: «Querida, esto me espanta. No lo comprendo. Me refiero a la noticia que leíste. Nunca oré sinceramente por algo y que no lo recibiese, pues aunque tarde, siempre lo recibí, de alguna manera, tal vez en la forma menos esperada, pero siempre llegó a mí. Sin embargo, respecto a este asunto ¡yo tenía tan poca fe! Que Dios me perdone, y si en su gracia me quiere usar como su instrumento, que limpie toda la incredulidad de mi corazón».
Durante los últimos días de su vida habló muchas veces del amor de Cristo. Con los ojos iluminados y las lágrimas corriéndole por el rostro, exclamaba: «¡Oh, el amor de Cristo! ¡El maravilloso amor de Cristo, la bendita obra del amor de Cristo!». En cierta ocasión él dijo: «Tuve tales visiones del amor condescendiente de Cristo y de las glorias de los cielos, como pocas veces, creo, son concedidas a los hombres. ¡Oh, el amor de Cristo! Es el misterio de la inspiración de la vida y la fuente de la felicidad en los cielos. ¡Oh, el amor de Jesús! ¡No lo podemos comprender ahora, pero qué magnífica experiencia será para toda la eternidad!».
En 1850, el año de su muerte, había sesenta y tres iglesias y más de siete mil bautizados.
Un biógrafo comenta respecto de Adoniram Judson: «Él tenía 24 años cuando llegó a Birmania, y trabajó allí durante 38 años hasta su muerte a los 61, con un solo viaje a casa de Nueva Inglaterra después de 33 años. El precio que él pagó fue inmenso. Él fue una semilla que cayó a tierra y murió. Él «aborreció su vida en este mundo» y fue una «semilla que cayó a tierra y murió». En sus sufrimientos, «llenó lo que estaba faltando de las aflicciones de Cristo» en la inalcanzable Birmania. Por consiguiente, su vida llevó mucho fruto y él vive para disfrutarlo hoy y siempre. Él podría, sin ninguna duda, decir: «Valió la pena».

En la ciudad de Malden, Massachussets, hay un recordatorio que dice:

In Memoriam
Rev. Adoniram Judson
Nació el 9 de Agosto de 1788.
Murió el 12 de abril de 1850.
Lugar de nacimiento: Malden.
Lugar de sepultura: El océano.
Su obra: Los salvos de Birmania
y la Biblia birmana.
Sus memorias: Están en lo alto.



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